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Sergio Valera (Centro Alfara): “Regresé tocado, pero con ganas de decir: Estamos haciendo lo correcto”

En la vida surgen situaciones que, por más que intentemos imaginárnoslas, acaban presentándose sin avisar y, por supuesto, sorprendiéndonos. Retos que jamás pensamos que tendríamos que afrontar, pero que llegan y aceptamos con muchas más ilusiones que certezas. Momentos inesperados que nos marcan por dentro y por fuera. Eso es lo que le ocurrió a Sergio Valera, Educador del Centro Juniors Alfara (Parroquia de San Bartolomé – Zona Camí Heracle – Vicaría IV), quien no dudó en embarcarse en la aventura que el Consiliario Diocesano, Domingo Pacheco, puso en marcha de la mano del CEU, institución de la que es sacerdote.

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El domingo 13 de marzo, un grupo de seis personas emprendieron un viaje hasta la ciudad polaca de Przemysl, a tan solo 12 kilómetros de la frontera con Ucrania, para llevar medicamentos y alimentos no perecederos recogidos por la citada comunidad educativa y regresar a València el viernes 18 con personas que huían de la guerra para ofrecerles un lugar digno en el que vivir. A pesar de la dureza de su testimonio, su relato está cargado de fuerza y de esperanza en el enorme valor del voluntariado.

 

Pregunta. ¿Cómo surgió tu participación en esta aventura?

Respuesta. Fue bastante casual. Domingo nos lo comentó un día a mi Jefe de Centro y a mí para que estuviéramos avisados. Y yo le dije que, si había sitio, me gustaría irme con él. Esa misma noche me dijo que había espacio y no lo dudé. Me iba. Fue dicho y hecho. Todo muy providencial. Me ofrecí porque vi que había gente de aquí que estaba dispuesta a hacer algo trascendente y yo quería ayudar.

P. ¿Cómo te sentiste en el viaje de ida?

R. Hasta la parte este de Polonia fue un viaje más. Estábamos cansados, porque habíamos hecho el camino del tirón, pero iba con gente muy agradable con la que tenía cosas en común. Sin embargo, cuando llegamos de madrugada a la parte este del país comenzaron a adelantarnos convoyes militares y tomamos conciencia real de que estábamos acercándonos a un sitio que podía ser peligroso.

P. ¿Y qué es lo primero que pensaste cuando viste la situación?

R. Salimos a estirar las piernas y la ciudad parecía normal, tranquila. Pero en la estación, uno de los puntos calientes, fue distinto. En la plaza nos encontramos mucha gente sentada, personas con chalecos amarillos con carteles en varios idiomas para poder identificar a los que llegaban, unos cuantos repartiendo comida… Fue como un parón de golpe. La mayoría eran mujeres de diferentes edades y menores. Algunos de ellos no entendían muy bien qué pasaba y estaban allí sobrellevando la situación bastante bien. Pero las caras de las mujeres y de las personas impedidas que no podían estar en el frente de la guerra… Caras hinchadas, impotencia, lloros, ojeras prácticamente tatuadas… Fue muy impactante y a medida que entrábamos veíamos más seguridad y más miseria, a pesar de toda la gente que estaba allí dispuesta a colaborar.

P. ¿Qué es lo que te resultó más duro?

R. Después de eso fuimos a un centro comercial abandonado, con un gran espacio abierto sin paredes. Aquello era enorme y con montones de gente buscando ayuda e intentando inscribirse. Allí nos coordinamos con la ONG Juntos por la Vida, que nos dio permiso para acoger a las dos familias que se vinieron con nosotros. En un momento dado, sin querer, me colé por la línea de soldados. Sin darme cuenta, entré en una zona llena de camillas. Esas personas sí que estaban realmente deshechas, desplomadas y esperando a ver qué les deparaba la vida. Fue muy crudo, aquello fue muy crudo.

P. ¿Cómo te recuperas después de eso?

R. En los medios había visto imágenes de la guerra, pero cuando las ves de cerca y se convierte en una realidad palpable es fuerte y te invade un sentimiento de ayudar, de dar un servicio, aunque sea mínimo. Por suerte, pudimos hacerlo. La semana pasada estaba dando una clase de repaso de Historia en la que estaba explicando la II Guerra Mundial y mientras lo hacía tuve que parar porque se me entrecortaba la voz y me paralicé por dentro de todos los recuerdos que me venían de aquella estación y de aquellos grandes almacenes donde la gente estaba viviendo esa miseria. No es algo que te deje indiferente. Y no puede hacerlo.

foto sergio valeraP. ¿Qué balance haces?

R. Me quedo con que se ven los dos extremos de la humanidad: la parte más miserable y la parte más esperanzadora. Porque había cantidad de gente dispuesta a darlo todo por los demás, que daba dinero, que quería recoger refugiados, haciendo de traductor como podían, ayudando a niños y niñas… Nos dieron mucha fuerza y nos hicieron darnos cuenda de que, si todos trabajamos a una, esto puede acabar rápido y bien, porque nadie se merece eso. Eso me devolvió la fe en la humanidad. Muchas veces hacemos las cosas por bien y no vemos una recompensa. Piensas: ¿Para qué? Por esos momentos, que son realmente importantes, es por los que se hacen las cosas. Y por eso lo tenemos que hacer nosotros si tenemos ocasión. Regresé tocado, pero con ganas de decir: Estamos haciendo lo correcto y lo volvería a hacer. Ese sentimiento de unidad por un bien común también me vino muy fuerte.

P. ¿Has aprovechado para dar testimonio de alguna forma de toda esta experiencia?

R. Aproveché y preparé una actividad con mi equipo, Estilo de Vida IV, para mentalizarlos de que, si tienen ocasión de ayudar, igual que aquí en València también hemos ayudado a los invisibles o a asociaciones similares, que lo hagan. No les digo que se vaya allá a la frontera, yo tengo una manera peculiar de hacer las cosas, pero cualquier ayuda, por poca que sea, va a marcar una diferencia muy importante y nos acercará a Dios. Y la dinámica les gustó bastante.

P. ¿Cómo animarías a los Educadores y las Educadoras a involucrarse en estas causas?

R. Nosotros, cuando regresamos, leímos un artículo en el que se explicaba la incapacidad de los gobiernos para gestionar los recursos que estaban llegando y es cierto. Tenemos noticias de gente y de convoyes que estaban llevando ayudas pero que no sabían qué hacer con ellos. Leímos que en una de las ciudades la organización la estaba llevando un grupo de niñas scouts. Y pensamos: qué suerte que esas voluntarias decidieran hacerlo y consiguieran hacer listados de gente, regularlos con pulseras QR para vincular a las personas refugiadas y a los conductores para llevar un control y evitar la trata de blanca… Si no hubiera personas con experiencia en voluntariado, aquello podría haber sido más caótico. La gente, si quiere colaborar, puede hacerlo donando medicamentos, alimentos no perecederos e incluso comida para mascotas, porque muchos niños pequeños llevaban un perrito, unas ratitas, una tortuga… Era a lo que se aferraban para poder pasar ese mal trago.

P. ¿Cómo resumirías tu aventura?

R. Fue una peregrinación en la que nos encontramos a Dios y a nosotros mismos. Estamos aquí para ayudar y hacer el bien, ya que ante las malas acciones tenemos capacidad de sobra para responder y mejorar el mundo. Quiero agradecerles a Domingo, Valentín, Emilio, Alejandra y Javi, mis compañeros de viaje, tanto su opción como los recursos que tuvimos a nuestro alcance y los ánimos. Y a Dios por habernos permitido ayudar a dos familias y por haber tenido la buena suerte de hacer algo bien de forma tan completa.

 

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Junto a Domingo Pacheco y Sergio Valera viajaron Valentín Palau (padre de Irene Palau, Delegada de la Zona Camí Heracle), Emilio Ruiz (padre de Fátima Ruiz, Educadora del Centro Juniors Agua Viva), Javier, del área de marketing de la Universidad CEU Cardenal Herrera, y Alejandra, una alumna de la misma Universidad.